Hace
algunos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el
principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestros tiempos es su
“mediocridad espiritual”. Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la
Iglesia es “seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por
los caminos habituales de una mediocridad espiritual”.
El problema no ha hecho sino agravarse
estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las
instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón
de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.
La sociedad moderna ha apostado por “lo
exterior”. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos
con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz ya no encuentra
resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la
corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde
dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la
interioridad.
Es triste observar que tampoco en las
comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no
saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde
dentro. Privados de experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma:
escuchando palabras con los oídos y pronunciando oraciones con los labios,
mientras nuestro corazón está ausente.
En la Iglesia se habla mucho de Dios,
pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en
lo más hondo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos el Espíritu del Resucitado
en nuestro interior? ¿ Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde
dentro?
Acoger al Espíritu de Dios quiere decir
dejar de hablar solo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de
nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a
Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro
ser.
Esta experiencia interior de Dios, real
y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin
descubrirla antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura
secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece
muy difícil mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y
frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y
sencilla, alguna experiencia interior
del Misterio de Dios.
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